Un escenario repleto hasta el último asiento despidió, con la solemnidad que amerita la ocasión, al referente más influyente de la industria de las inversiones en nuestros tiempos. A sus 94 años, Warren Edward Buffett, conocido como el "Oráculo de Omaha", decidió dar un paso al costado, no sin antes realizar una última jugada maestra que lo confirma, una vez más, como un inversor excepcional. En un contexto global volátil, e incluso durante la convulsa era que podríamos denominar “Trump 2.0”, Buffett logró algo que pocos pueden decir: seguir ganando dinero cuando la mayoría retrocedía.
Desde muy joven, Buffett mostró una inquietud notable por los negocios. Si bien nació en el seno de una familia acomodada, donde su padre fue congresista en la Cámara de Representantes de Estados Unidos, el éxito como inversionista no fue un regalo, sino el resultado de una curiosidad insaciable y una disciplina admirable.
Su paso por la universidad fue, al menos, peculiar. Escéptico sobre el verdadero valor de la educación superior tradicional, comenzó a instruirse de manera autodidacta. Uno de los libros que marcaron su vida fue El inversor inteligente de Benjamin Graham. Lo que lo sorprendió no fue solo el contenido del libro, sino descubrir que su autor estaba vivo y enseñaba en la Universidad de Columbia. Esta revelación lo llevó a inscribirse allí para aprender directamente del padre del value investing.
En el mundo de las finanzas es curioso que muchos de los grandes teóricos siguen activos, enseñando en prestigiosas universidades o compartiendo sus ideas en conferencias, disponibles hoy en internet. Esto contrasta con la nueva ola de “gurús” financieros en redes sociales: personajes que, a menudo, alquilan Lamborghinis o Ferraris para aparentar una riqueza que no proviene de su capacidad de inversión, sino del marketing aspiracional.
La vida de Buffett ha sido un ejemplo de coherencia y sencillez. Famoso por haber conducido el mismo automóvil durante décadas y vivir en la misma casa de Omaha que compró en 1958, nunca se dejó seducir por las modas pasajeras ni por las burbujas especulativas. Logró mantenerse al margen de fenómenos como “las punto com” en los años 2000, el cannabis, las hipotecas “subprime” en 2008, las criptomonedas y otros activos que, según él mismo decía, “no comprendía”. Pero esa supuesta falta de comprensión era, en realidad, una manera de señalar que no encontraba fundamentos sólidos ni estructuras de valor claras detrás de esos activos. Su enfoque siempre fue invertir en lo que entiende, y entender profundamente en lo que invierte.
Buffett nunca fue el típico millonario ostentoso. Como declaró en más de una ocasión, la riqueza era para él “un juego que quería jugar bien”, no una herramienta para la vanidad. Vivió algunos de los momentos más turbulentos de Wall Street (como la crisis del petróleo de los 70s, la crisis financiera de 2008 y la pandemia del 2020) sin sucumbir al pánico generalizado. Mientras el mundo huía de los mercados, él aprovechó para comprar acciones de grandes empresas a precios irrisorios. Compró cuando nadie más se atrevía, una muestra de su audacia y visión a largo plazo.
En 2015, su fortuna alcanzó tal magnitud que decidió dividir una parte significativa entre sus hijos, con el propósito de que cada uno liderara iniciativas filantrópicas con impacto social. Algunos destinaron sus fondos a la educación, otros a la salud pública o el cambio climático. Como él mismo decía: “Si eres parte del 1% más afortunado, le debes algo al 99% restante.” Y la vida le devolvió con creces: años después, volvió a encabezar la lista de las personas más ricas del mundo. Pero más que su patrimonio, su legado está en la ética que promovió: la inteligencia no solo al servicio de la riqueza, sino también del bien común.
En tiempos donde la crítica hacia los ultrarricos se multiplica y algunos los ven como una suerte de logia que manipula los destinos del mundo, Buffett representa la reivindicación de la riqueza como una virtud cardinal, en el sentido platónico: una riqueza acompañada de prudencia, templanza y propósito.
La carrera de Buffet estuvo marcada por una combinación extraordinaria de paciencia, rigor analítico y humildad intelectual. No perseguía rendimientos financieros astronómicos, sino consistentes, algo coherente con una de sus frases más célebres: “Regla número uno: no perder dinero. Regla número dos: nunca olvidar la regla número uno”.
A diferencia de quienes diversifican por temor o por moda, él lo hacía con inteligencia. Mantenía una cartera suficientemente diversificada para mitigar riesgos, pero concentrada en activos que comprendía y valoraba. Esta estrategia le permitió lograr un rendimiento compuesto promedio del 19,9% anual durante más de cinco décadas, algo sencillamente extraordinario en el mundo financiero.

Imagen 1. Comparativo entre la rentabilidad acumulada por Buffet vs. S&P500 desde 1965 hasta el cierre de 2024.
Fuente: CNBC.
Para quienes se dejan seducir por promesas de rentabilidades de dos dígitos mensuales o esquemas “infalibles” sin fundamento, Buffett es el recordatorio de que la verdadera inversión se basa en el tiempo, la razón y la integridad. Hoy el mundo financiero despide por la puerta grande a uno de sus titanes, pero gana un legado que seguirá iluminando el camino de generaciones futuras. Warren Buffett no ha sido solo un gran inversor. Es, ante todo, un pensador. Un hombre que entendió que el capital tiene sentido cuando genera valor real y duradero.
Ojalá quienes hoy venden sueños de riqueza fácil en redes sociales entiendan que el verdadero éxito no necesita adornos. Solo necesita verdad, tiempo y principios. Si algo nos deja Buffett es eso: la certeza de que se puede llegar lejos sin traicionar lo esencial.
*Las opiniones expresadas en este espacio no comprometen el pensamiento institucional.